miércoles, 31 de julio de 2013

PODER, DINERO Y PROFESORES (por José Carlos Bermejo Barrera)



Publicado en el Suplemento de El Correo Gallego
14-Julio-2013
Durante la II Guerra Mundial los norteamericanos bombardeaban Alemania por el día y los ingleses por la noche. Lo hacían con los bombardeos B-16, pilotados en su mayoría por chicos de unos veinte años, movilizados para la ocasión. Uno de cada tres aviones era derribado en cada vuelo, por lo que fue necesario limitar el número de misones y además ningún oficial superior a mayor participaba en las mismas. Tras muchos ataques pudo comprobarse que la industria alemana apenas sufría daños y para desentrañar el misterio se encargó a un profesor de matemáticas de Harvard, Robert McNamara, que hiciese un estudio. Cruzando datos, descubrió que los pilotos lanzaban sus bombas nada más entrar en Alemania o dando un rodeo por el mar, cosa que ningún oficial superior podía saber ya que se quedaban en tierra. Sólo cuando el coronel C. Lee May guió sus bombardeos sobre un objetivo se consiguió dar en el blanco. Ese militar consiguió su mayor éxito organizando el puente aéreo sobre Berlín y fue un gran apologista de la guerra nuclear, siendo objeto de caricatura en la pelicula de S. Kubrick Teléfono rojo volamos hacia Moscú. McNamara no pasó a ser un general más o menos tronado sino un asesor especialista en estrategia aérea en la guerra del Pacífico, incluyendo los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y el bombardeo de Tokio con napalm, tras los lanzamientos nucleares, en el que murieron más personas abrasadas que en esos otros dos. Nunca volvió a su cátedra, llegó a ser vicepresidente de la Ford, por su capacidad de organización y luego Secretario de Estado con Kennedy y Johnson, perdiendo las tres cuartas partes de su sueldo al pasar a la política, lo que en la España de hoy resultaría incomprensible.

Muerto Kennedy, McNamara diseñó la estrategia aérea de bombardeo de Vietnam del Norte bajo la presidencia de L.B. Johnson, un simple maestro de escuela, que quiso ante todo reformar la educación y los servicios sociales, y que asesorado por expertos militares y académicos llevó a su país al desastre de Vietnam, sin haberlo querido. Por este caso y otros similares recomienda G.M. Goldstein (Lessons in Disaster, NewYork, 2008) que en caso de crisis los presidentes norteamericanos no deberían hacer caso de expertos ni de académicos, sino guiarse por su sentido de la prudencia. Y es que cuando los profesores de las grandes universidades asesoran al Penatágono o la Presidencia suelen garantizar el desastre, como ha ocurrido con los diseños de laboratorio de ciencias políticas de las Constituciones de Irak y Afganistán, y con el caos que P. Bremmer, gobernador de Irak en la inmediata posguerra, consiguió crear imponiendo sus órdenes a las autoridades militares que consideraron esa invasión como inoportuna y la operación peor planificada en la historia militar norteamericana, debido a las inteferencias de académicios metidos en política como C. Rice.

En los EEUU y los países industriales avanzados se considera que los profesores deben estudiar y enseñar lo que descubren, que siendo profesor nadie se hace rico y que si los académicos quieren salvar al mundo mejor que lo hagan en su tiempo libre. En la España actual, en la que muchos sostienen que la labor menos importante de un profesor es enseñar, y en la que la pasión de los profesores por la política es excesiva de todo punto - dándose casos, como el de nuestro gobierno gallego bipartito, en el que cuatro de sus conselleiros eran profesores de las universidades gallegas y más de una docena de directores generales y altos cargos también - muchos profesores que se proclaman piedras angulares del país parecen querer salvar al mundo todos los días, negar que haya futuro si no se les hace caso a ellos y proclamar su derecho a ser guías de la política nacional. Y es así porque lo que quieren es ser políticos en cuanto les llegue una ocasión, a cuya búsqueda dedican gran parte de su actividad, o bien  ser empresarios sin empresa propia y con capitales públicos, hablando sin cesar de incubadoras y emprendimientos y recordándonos que Apple y Microsoft nacieron en un garaje, lo que, si bien es cierto, no quiere decir que por construir garajes se creen empresas o que éstas nazcan por generación espontánea en los campus.

A veces los niños prodigio se llaman W.A. Mozart; otras acaban en nada al llegar a adultos, pero en ambos casos deben ser educados por sus padres. Oyendo hablar a veces a nuestros rectores da la impresión de que se consideran llamados a salvar al mundo, a su economía, a la sociedad entera, y parece que ya les gustaría ser como McNamara o P. Bremmer y andar diseñando campañas estratégicas o constituciones para implantar en un país, tras haberlo bombardeado. Está claro que esto no lo podrán hacer pues España es un país modesto. Sin embargo sí parecen a veces tener el ademán de los niños prodigio, pues da la impresión, si ellos mismos creyesen lo que dicen, de que son un poco ingenuos, como todos los demás niños, que no comprenden, cuando se impone el principio de realidad y las cosas se tuercen, que ahora les va a tocar sufrir a ellos y apechugar con sus errores, sus déficits disparatados y sus plantillas desorganizadas y a veces caprichosas. Esperan que la madre realidad no les riña porque ellos son distintos, como todos los niños para su madre, pero no lo son por ser un prodigio, sino solo por haber seguido siendo niños.