El carisma es algo innato e intrasferible. El huérfano estadounidense Ezzard Mack Charles (1921-1975) no respondía al perfil del boxeador problemático o autodestructivo, gracias a la educación recibida por su abuela y bisabuela en el ambiente religioso de la sureña Georgia. Profesional a los 18 años, todas la desgracias se cebaron en él. Entre 1943 y 1946, la Gran Guerra lo mantuvo en Europa, cuando atravesaba su plenitud física. En 1948, su rival Sam Baroudi murió en el ring ante sus puños, un auténtico disgusto que le hizo replantear su vida. Tocado para el resto de su carrera, su humildad suscitaba además el desprecio entre buena parte del público y la prensa. La victoria sobre el mito Joe Louis, toda una sorpresa en 1950, el rencor de otra buena parte y la mayoría de la afición negra. "No conecta con la gente", era el comentario habitual. No era el héroe que quería la gente. Su reinado duró apenas un año, una bolsa insuficiente para pagar las deudas de sus posteriores y ruinosos negocios. Retirado en 1959, con mujer y tres hijos que alimentar, Ezzard malvivió como portero de locales nocturnos o figurante en la primitiva lucha libre americana, hasta que una esclerosis lo postró en una silla de ruedas. Murió a los 53 años en un hospital para veteranos de guerra, noticia que apenas ocupó espacio en los medios de comunicación. Ni siquiera la muerte respetó a un campeón.
Publicado en La Región (28-04-2008)