DISFRAZANDO A LAS CRIATURAS
Arturo Pérez-Reverte
Publicado en XLSemanal (19-VIII-2012)
www.xlsemanal.com
Fecha del sainete: junio. Lugar: escuela infantil con
cabroncetes de 3 a 6 años. Personajes: miembros de la antes APA
(Asociación de Padres de Alumnos) y ahora AMPAA (Asociación de Madres y
Padres de Alumnas y Alumnos). País -lo han adivinado-: España. Motivo:
fiesta de fin de curso de los malditos enanos. Para crear ambiente,
precisemos que un estudio del psicopedagogo del centro determinó retirar
la prohibición a los alumnos -alumnos y alumnas,
puntualizaba-, común a la mayor parte de los colegios españoles, de
utilizar el teléfono móvil en los pasillos y el patio del recreo. «La imposibilidad de utilizar el móvil -decía el delicioso texto pericial-
genera una ansiedad en el alumnado que disminuye su atención y
rendimiento en clase y puede dar lugar a disfunciones psicológicas».
Con lo cual imagínense el recreo. Los pasillos. El cuadro, o sea. El
colegio entero parece un locutorio telefónico. Eso sí: ni una sola
disfunción a la vista.
Pero volvamos al asunto. Una vez situados
en la clase de colegio de que se trata -lo llamaremos CEIP Buenaventura
Durruti para no forzar la imaginación-, lo siguiente será fácil de
comprender. Los papis y mamis, reunidos para tratar el asunto de la
fiesta de fin de curso, debaten el tema. Por supuesto, el centro
aconseja elaborar los disfraces infantiles con materiales respetuosos
hacia el medio ambiente: reciclaje, reutilización de objetos, etcétera. Y
este año, tras considerar varias posibilidades, alguien propone el tema
Piratas, siempre atractivo para los niños y de sencilla
ejecución, en principio. Después de animado debate previo -hay quien
apunta, muy serio, que los piratas son individuos de ética discutible y
no transmiten valores-, los padres y madres del alumnado y la alumnada
deciden refugiarse en lo clásico. Los niños irán de piratas, y punto.
Sombreros de cartón, parches en el ojo de materiales reciclables,
calaveras y tibias de papel ecológico. Entonces alguien formula la
pregunta crucial: «¿Y las armas?». Y se hace un silencio.
La
discusión que sigue tras el silencio -ha durado cinco segundos de reloj-
es estupenda. Tengo la transcripción literal, pero la soslayo por
larga. Resumiré consignando que una madre sugiere comprar espaditas de
plástico en el chino de la esquina, pero otras se oponen. «No, que luego
se pegan con ellas», dice una. «Hagámoslas entonces de cartón -responde
otra-, en plan atrezzo». Pero surgen discrepancias. «Me niego a que los
niños vayan armados», dice alguien. Un padre allí presente propone
recortar pistolas de cartulina y que las lleven en la faja, pero otro se
manifiesta en contra de cualquier arma de fuego, real o figurada. «De
todas formas -interviene una madre-, un pirata sin espada no es un
pirata». Otro silencio perplejo. Al fin, un padre sugiere que en vez de
espadas los niños lleven catalejos. Podrían hacerse con tubos de papel
higiénico, propone. «Entonces los niños irán disfrazados de marinos, no
de piratas», apunta alguien. «O de astrónomos», tercia otro padre,
guasón, al que dos o tres miran mal y alguien llama fascista por lo
bajini. Sigue la murga. «Por definición, un pirata debe llevar un arma»,
razona una madre. «Es que son piratas buenos», opone otra. Eso suscita
un vivo debate ético sobre la piratería. «Si son buenos, no pueden ser
piratas», dice alguien. «Un pirata siempre es malo», añade otro. «Igual
lo de piratas buenos con los niños no cuela», opina un tercero. «Hay
peores formas de hacer el mal -expone después una madre-. Dejemos de
aplicar clichés maniqueos y asociar la figura del pirata con la
violencia». «Pues ya me dirás cómo hacen entonces los abordajes», le
responden. Otra madre comenta que es posible que algún alumno tenga
parientes faenando en el Índico y sepa lo que son piratas de verdad, con
lo que el trauma psicopedagógico puede ser fuerte. Mejor no remover
eso, opina. «Pero es que hay piratas y piratas, y los del Índico son
somalíes hambrientos», justifica una tercera mamá. «Entonces,
disfracemos a los niños de negros, pero sin armas», sugiere un padre que
ha llegado tarde y no se entera bien de qué va la discusión. «Africano
de color, quiero decir», añade cuando todos lo miran con el ceño
fruncido. «Sí, claro. Vendiendo relojes y gafas de sol», propone el que
antes fue llamado fascista. Alguien da unos golpes en la mesa y dice:
«¿Os dais cuenta de en qué jardín nos estamos metiendo?».
Lo del
jardín alumbra una idea brillante. Los enanos, se aprueba al fin por
unanimidad, irán disfrazados de bucólico paisaje campestre: las niñas de
árboles y los niños de flores, con pétalos recortados de papel de
colores y un hueco en el centro para asomar la cara. Todos pacíficos,
solidarios, ecológicos, reciclables, sostenibles.
O sea. Monísimos.