Publicado en el Suplemento de El Correo Gallego
14-Julio-2013
Durante la
II Guerra Mundial los norteamericanos bombardeaban Alemania
por el día y los ingleses por la noche. Lo hacían con los bombardeos B-16, pilotados
en su mayoría por chicos de unos veinte años, movilizados para la ocasión. Uno
de cada tres aviones era derribado en cada vuelo, por lo que fue necesario
limitar el número de misones y además ningún oficial superior a mayor
participaba en las mismas. Tras muchos ataques pudo comprobarse que la
industria alemana apenas sufría daños y para desentrañar el misterio se encargó
a un profesor de matemáticas de Harvard, Robert McNamara, que hiciese un
estudio. Cruzando datos, descubrió que los pilotos lanzaban sus bombas nada más
entrar en Alemania o dando un rodeo por el mar, cosa que ningún oficial
superior podía saber ya que se quedaban en tierra. Sólo cuando el coronel C.
Lee May guió sus bombardeos sobre un objetivo se consiguió dar en el blanco. Ese
militar consiguió su mayor éxito organizando el puente aéreo sobre Berlín y fue
un gran apologista de la guerra nuclear, siendo objeto de caricatura en la
pelicula de S. Kubrick Teléfono rojo
volamos hacia Moscú. McNamara no pasó a ser un general más o menos tronado
sino un asesor especialista en estrategia aérea en la guerra del Pacífico,
incluyendo los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y el bombardeo de Tokio con
napalm, tras los lanzamientos nucleares, en el que murieron más personas
abrasadas que en esos otros dos. Nunca volvió a su cátedra, llegó a ser
vicepresidente de la Ford,
por su capacidad de organización y luego Secretario de Estado con Kennedy y
Johnson, perdiendo las tres cuartas partes de su sueldo al pasar a la política,
lo que en la España
de hoy resultaría incomprensible.
Muerto Kennedy, McNamara diseñó la estrategia aérea de
bombardeo de Vietnam del Norte bajo la presidencia de L.B. Johnson, un simple
maestro de escuela, que quiso ante todo reformar la educación y los servicios
sociales, y que asesorado por expertos militares y académicos llevó a su país
al desastre de Vietnam, sin haberlo querido. Por este caso y otros similares
recomienda G.M. Goldstein (Lessons in
Disaster, NewYork, 2008) que en caso de crisis los presidentes
norteamericanos no deberían hacer caso de expertos ni de académicos, sino
guiarse por su sentido de la prudencia. Y es que cuando los profesores de las
grandes universidades asesoran al Penatágono o la Presidencia suelen
garantizar el desastre, como ha ocurrido con los diseños de laboratorio de
ciencias políticas de las Constituciones de Irak y Afganistán, y con el caos
que P. Bremmer, gobernador de Irak en la inmediata posguerra, consiguió crear
imponiendo sus órdenes a las autoridades militares que consideraron esa
invasión como inoportuna y la operación peor planificada en la historia militar
norteamericana, debido a las inteferencias de académicios metidos en política
como C. Rice.
En los EEUU y los países industriales avanzados se considera
que los profesores deben estudiar y enseñar lo que descubren, que siendo
profesor nadie se hace rico y que si los académicos quieren salvar al mundo
mejor que lo hagan en su tiempo libre. En la España actual, en la que muchos sostienen que la
labor menos importante de un profesor es enseñar, y en la que la pasión de los
profesores por la política es excesiva de todo punto - dándose casos, como el
de nuestro gobierno gallego bipartito, en el que cuatro de sus conselleiros
eran profesores de las universidades gallegas y más de una docena de directores
generales y altos cargos también - muchos profesores que se proclaman piedras
angulares del país parecen querer salvar al mundo todos los días, negar que
haya futuro si no se les hace caso a ellos y proclamar su derecho a ser guías
de la política nacional. Y es así porque lo que quieren es ser políticos en
cuanto les llegue una ocasión, a cuya búsqueda dedican gran parte de su
actividad, o bien ser empresarios sin
empresa propia y con capitales públicos, hablando sin cesar de incubadoras y
emprendimientos y recordándonos que Apple y Microsoft nacieron en un garaje, lo
que, si bien es cierto, no quiere decir que por construir garajes se creen
empresas o que éstas nazcan por generación espontánea en los campus.
A veces los niños prodigio se llaman W.A. Mozart;
otras acaban en nada al llegar a adultos, pero en ambos casos deben ser
educados por sus padres. Oyendo hablar a veces a nuestros rectores da la
impresión de que se consideran llamados a salvar al mundo, a su economía, a la
sociedad entera, y parece que ya les gustaría ser como McNamara o P. Bremmer y
andar diseñando campañas estratégicas o constituciones para implantar en un país,
tras haberlo bombardeado. Está claro que esto no lo podrán hacer pues España es
un país modesto. Sin embargo sí parecen a veces tener el ademán de los niños
prodigio, pues da la impresión, si ellos mismos creyesen lo que dicen, de que
son un poco ingenuos, como todos los demás niños, que no comprenden, cuando se
impone el principio de realidad y las cosas se tuercen, que ahora les va a
tocar sufrir a ellos y apechugar con sus errores, sus déficits disparatados y
sus plantillas desorganizadas y a veces caprichosas. Esperan que la madre
realidad no les riña porque ellos son distintos, como todos los niños para su
madre, pero no lo son por ser un prodigio, sino solo por haber seguido siendo niños.