Una
vez cada cuatro años existe un evento que consigue reunir a personas de casi
todos los países del mundo en un mismo sitio sin que se maten. Repasen la
historia de la humanidad, reflexionen sobre este hecho y comprenderán el poder
imparable del deporte para unir a todos los habitantes de este disparatado
planeta en una causa común.
Los
Juegos Olímpicos de Río comenzaron ya, después de una bonita ceremonia en la
que Brasil nos enseñó su historia y sus virtudes. Entre ellas una invencible
alegría de vivir, muy necesaria para sacar adelante una competición de esta
envergadura. Sobraron los pitos a la delegación argentina, a la delegación rusa
–encima de sospechosos, apaleados- y al presidente en funciones del país.
Michel Temer, seguro que tan corrupto como sus antecesores, pero el
representante de millones de brasileños en ese momento concreto. Habrá que
obligar a los espectadores a realizar el juramento olímpico y saber comportarse
en la grada.
Durante
la ronda de discursos, siempre llama la atención que el presidente del COI, en
este caso el señor Thomas Bach, se llene la boca con palabras contra el
machismo, el racismo o el integrismo religioso “para construir un mundo nuevo” y
se permita la participación de países que se ríen de estos derechos del mundo
occidental. A favor del señor Bach y de la organización hay que apuntar la
entrega de un premio y reconocimiento al gran atleta keniano Kipchoge Keino, y el enorme detalle de permitir el
último relevo de la antorcha al también atleta Vanderlei Lima.
En Atenas 2004 dominaba la mítica prueba del Maratón, hasta que un perturbado lo abordó en la calle. El incidente y el susto le impidieron ganar la prueba. Una terrible injusticia que él encajó con una sonrisa y resignación. Encender la llama es un premio y una reconciliación, 12 años después.
Publicado en La Región (6/08/2016)