Primeros
días de Juegos, primeras alegrías, primeras decepciones. Aunque todas las
disciplinas tienen sus campeonatos mundiales y continentales –en algunos casos
incluso más exigentes y competidos- la repercusión y el especial escenario
olímpico otorga a sus medallas un valor superior a todo lo conocido. Para
muchos deportistas, es el principal objetivo en su carrera.
Una
vez cada cuatro años. Cuatro en toda una vida con mucha suerte, en el caso de una
longeva trayectoria. Sólo posible para algunos afortunados en el planeta. Por
eso es tan sencillo y emocionante empatizar con los ganadores que se humanizan
en el podio, escuchando el himno mientras su cabeza repasa todo el esfuerzo
empleado para llegar allí. Por eso es más comprensible hacerlo con los
perdedores, por quienes trabajaron tanto o más que los ganadores pero se
quedaron por el camino.
Naúfragos
en un mar de lágrimas, enfadados consigo mismo, abrumados por no responder a
las expectativas propias o ajenas. Con la terrible sensación de que tanto
sacrificio ni sirvió para nada. No es así. El deporte no es matemático.
Prepararse a la perfección aporta confianza, pero no implica cumplir el
objetivo. Como en la vida, hacer las cosas bien ayuda, pero no garantiza el
éxito ante tantos factores incontrolables. La espeluznante lesión del gimnasta
francés Samir Ait Said es un buen ejemplo de ello. Los servicios de emergencia,
por cierto, casi lo rematan al tirarlo al suelo cuando lo introducían en la
ambulancia.
Publicado en La Región (08-08-2016)