Estamos de enhorabuena en nuestra pequeña Orenseville. Después de una larga temporada de travesía por el desierto cinéfilo, vivimos un excelente momento en la cartelera áurea. Sea por la cosecha de esta temporada, sea por aprovechar el momento hollywoodiense, lo cierto es que podemos disfrutar –no se sabe por cuánto tiempo- con magníficas y buenas películas. Lo cual ya es un gran mérito.
Permítanme que les escriba y opine sobre las dos últimas que he visto. Son “Valkirye” (Valkiria) y “The Reader” (en España, “El Lector”). A ambas les une su relación con la Alemania nacional-socialista, un momento de la Historia cuyo rechazo en la actualidad sólo es comparable a la fascinación que suscitan sus protagonistas y esa masa enfervorizada que se embarcó hacia la debacle (de no ser por los estadounidenses, quizá hasta la imposición del Reich mundial).
En “Valkiria” se aborda aquella Alemania desde la primera perspectiva. La de un condecorado militar de tradición que servirá de punta de lanza para realizar un atentado contra Hitler. Se conocen al menos unos 15 intentos de asesinato contra el Fürher, a quien respaldaba un servicio de seguridad extremo y un pueblo entregado a sus delirios. Tom Cruise encarna al barón Von Stauffenberg , decidido a sacrificar su vida y el destino incierto de su familia (que fue enviada a los Campos de Concentración) para deshacerse del máximo líder y facilitar una rendición honrosa que evite las muchas muertes innecesarias –y los muchos bombardeos de castigo- las represalias de los enemigos –especialmente de los soviéticos, quienes convirtieron Berlín en un gigantesco burdel- y la reducción a las cenizas del orgullo y poder germano.
¿Mejoraría la muerte de Hitler el futuro inminente de Alemania? Imposible saberlo. Von Stauffenberg no estaba solo en la conspiración. La idea consistía en llenar el vacío de poder dejado tras el asesinato, siguiendo el “Valkiria”, un plan de emergencia ideado por el propio Hitler para mantener el orden y el funcionamiento del sistema en su ausencia. Los conspiradores habían modificado el plan para tener el control militar de las calles y eliminar a las temidas SS, obstáculo definitivo para abordar cualquier negociación de rendición. Paradoja, terminarían con el nazismo siguiendo las propias directrices de Adolf Hitler.
La película es correcta, bien narrada. Cojea, en mi opinión, por la interpretación de Cruise, quien sólo me convenció en “Nacido el 4 de Julio”. Por ciertos detalles que no coinciden con la realidad y por ese inevitable toque americano, sin cabida en una película sobre alemanes. Algunos críticos también le achacan a esta película su falta de emoción, ya que de todos es sabido el final de la conspiración (aunque aquí creo sinceramente que estiman en exceso al público común).
Pese a todo, me encanta que el cine aborde temas históricos y despierte la curiosidad entre el espectador. Por muy malas que sean “Troya”, “300” o “El Reino de los Cielos” , creo que siempre pueden moverle a leer un libro o un artículo para saber más. O a convertirse en un experto aficionado sobre el tema. El interés por la Historia es una de las asignaturas pendientes de nuestro cine español -una de tantas- lleno de complejos, tics progres y nulos conocimientos.
En la perspectiva del ciudadano alemán común se sitúa la magnífica “The Reader”. La opinión de esta película la dividiré en dos partes. La primera para quienes todavía no la hayan visto y quieran hacerlo, y la segunda para quienes ya la vieron.
“The Reader” es la historia de un secreto guardado durante años. Comienza a finales de los años 50 en una Alemania que se recupera de la Guerra a base de duro trabajo (ya tenemos la receta para salir de la crisis). El adolescente Michael (David Cross) vive un primer e intenso romance veraniego con una misteriosa taquillera de tranvía. Se llama Hanna -extraordinaria Kate Winslet, que comparta un Oscar con nuestra Pe resulta casi irritante- quien dobla en edad y sorprende al joven por su fuerte carácter, por su sexualidad sin disimulo.
El muchacho, obnubilado ante los descubrimientos del mundo real, no repara en el voluble comportamiento de su amante, en la insistente costumbre de escuchar su lectura antes de terminar en la cama, en la extraña reacción de Hanna al entrar en una iglesia donde los niños cantan en el coro. No se atreve a hacer preguntas, por temor a una respuesta cortante o hiriente. Mantiene una relación a medio camino entre la servidumbre y la ilusión del primerizo, evitando a las chicas de su edad.
Permítanme que les escriba y opine sobre las dos últimas que he visto. Son “Valkirye” (Valkiria) y “The Reader” (en España, “El Lector”). A ambas les une su relación con la Alemania nacional-socialista, un momento de la Historia cuyo rechazo en la actualidad sólo es comparable a la fascinación que suscitan sus protagonistas y esa masa enfervorizada que se embarcó hacia la debacle (de no ser por los estadounidenses, quizá hasta la imposición del Reich mundial).
En “Valkiria” se aborda aquella Alemania desde la primera perspectiva. La de un condecorado militar de tradición que servirá de punta de lanza para realizar un atentado contra Hitler. Se conocen al menos unos 15 intentos de asesinato contra el Fürher, a quien respaldaba un servicio de seguridad extremo y un pueblo entregado a sus delirios. Tom Cruise encarna al barón Von Stauffenberg , decidido a sacrificar su vida y el destino incierto de su familia (que fue enviada a los Campos de Concentración) para deshacerse del máximo líder y facilitar una rendición honrosa que evite las muchas muertes innecesarias –y los muchos bombardeos de castigo- las represalias de los enemigos –especialmente de los soviéticos, quienes convirtieron Berlín en un gigantesco burdel- y la reducción a las cenizas del orgullo y poder germano.
¿Mejoraría la muerte de Hitler el futuro inminente de Alemania? Imposible saberlo. Von Stauffenberg no estaba solo en la conspiración. La idea consistía en llenar el vacío de poder dejado tras el asesinato, siguiendo el “Valkiria”, un plan de emergencia ideado por el propio Hitler para mantener el orden y el funcionamiento del sistema en su ausencia. Los conspiradores habían modificado el plan para tener el control militar de las calles y eliminar a las temidas SS, obstáculo definitivo para abordar cualquier negociación de rendición. Paradoja, terminarían con el nazismo siguiendo las propias directrices de Adolf Hitler.
La película es correcta, bien narrada. Cojea, en mi opinión, por la interpretación de Cruise, quien sólo me convenció en “Nacido el 4 de Julio”. Por ciertos detalles que no coinciden con la realidad y por ese inevitable toque americano, sin cabida en una película sobre alemanes. Algunos críticos también le achacan a esta película su falta de emoción, ya que de todos es sabido el final de la conspiración (aunque aquí creo sinceramente que estiman en exceso al público común).
Pese a todo, me encanta que el cine aborde temas históricos y despierte la curiosidad entre el espectador. Por muy malas que sean “Troya”, “300” o “El Reino de los Cielos” , creo que siempre pueden moverle a leer un libro o un artículo para saber más. O a convertirse en un experto aficionado sobre el tema. El interés por la Historia es una de las asignaturas pendientes de nuestro cine español -una de tantas- lleno de complejos, tics progres y nulos conocimientos.
En la perspectiva del ciudadano alemán común se sitúa la magnífica “The Reader”. La opinión de esta película la dividiré en dos partes. La primera para quienes todavía no la hayan visto y quieran hacerlo, y la segunda para quienes ya la vieron.
“The Reader” es la historia de un secreto guardado durante años. Comienza a finales de los años 50 en una Alemania que se recupera de la Guerra a base de duro trabajo (ya tenemos la receta para salir de la crisis). El adolescente Michael (David Cross) vive un primer e intenso romance veraniego con una misteriosa taquillera de tranvía. Se llama Hanna -extraordinaria Kate Winslet, que comparta un Oscar con nuestra Pe resulta casi irritante- quien dobla en edad y sorprende al joven por su fuerte carácter, por su sexualidad sin disimulo.
El muchacho, obnubilado ante los descubrimientos del mundo real, no repara en el voluble comportamiento de su amante, en la insistente costumbre de escuchar su lectura antes de terminar en la cama, en la extraña reacción de Hanna al entrar en una iglesia donde los niños cantan en el coro. No se atreve a hacer preguntas, por temor a una respuesta cortante o hiriente. Mantiene una relación a medio camino entre la servidumbre y la ilusión del primerizo, evitando a las chicas de su edad.
Todo terminará cuando Hanna desaparece sin dar explicaciones, sumiendo a Michael en una depresión, que además debe ocultar, y un carácter esquivo con las mujeres. Pervive en su interior la pregunta eterna. ¿Por qué se fue sin decir adiós?
(Fin de la primera parte. Corran a verla).
Todo se aclara años después, cuando Michael es un estudiante de Derecho en la facultad y asiste a un juicio contra unas guardianes nazis. Ante sus todavía jóvenes ojos se encuentra de cara con la durísima realidad. Su idolatrada y misteriosa Hanna es una de las acusadas por crímenes de guerra. El dolor es mayor conforme Michael asiste a su desarrollo. Hanna está acusada de seleccionar en su campo a las sentenciadas a una muerte segura en Auschwitz. También está acusada de la muerte de cientos de madres y niños judíos, encerrados en una Iglesia incendiada por un bombardeo. Algunos supervivientes relatan el gusto de la guardiana Hanna por compartir las últimas horas con las enviadas al cadalso, tratándolas con cariño de madre, escuchando su lecturas y practicando no se sabe qué cosas. Un monstruo. Las respuestas de ella son escalofriantes, ya que, a instancias del juez, no se excusa en el miedo al castigo para justificar la decisión de mantener cerradas las puertas de la Iglesia. Se limitaba a cumplir las órdenes y a hacerlas bien, sin plantearse o confesar remordimiento. Tan sincera como cruel.
Aquí reside la terrible paradoja de la película. Más de ocho millones de alemanes se afiliaron al partido Nazi durante su apogeo. Hitler fue elegido por democracia. Muchos colaboraron sin dudarlo en los campos de concentración o en la denuncia de elementos disidentes, fieles al Fürher. Al término de la guerra, la situación para los judíos no mejoró en Alemania y, no cabe duda, muchos de quienes participaron en las atrocidades del régimen se reincorporaron a la vida cotidiana sin que nadie supiese su pasado, sin hacer al menos una reflexión sobre su comportamiento. Hanna era una de ellas. Una taquillera de tranvía cuyo poder años atrás decidía la vida o muerte de decenas de almas desgraciadas.
El dilema moral es terrible para Michael. Un compañero lo dice claramente en la clase: “Si me dan una pistola mataría sin dudarlo a esa asesina”. ¿Qué pasa por su cabeza? Sentimientos de frustración, de sentirse una víctima más, de asombro. Se había acostado, había acariciado y escrito poemas a una fría máquina exterminadora; a quien él tenía en un pedestal. Para más inri, es conocedor de un detalle trascendental en la sentencia de su antigua amante. Hanna es analfabeta, por lo tanto no pudo redactar el informe a las SS sobre lo sucedido la noche del incendio de la Iglesia. La diferencia puede ser de cuatro años a una cadena perpetua. ¿Debe interceder por una asesina confesa, en honor a la verdad, o dejar que reciba un más que justo destino?
Michael lo piensa hasta el último momento, pero opta por lo segundo. Hanna es condenada a pasarse el resto de su vida en la cárcel. Pero él no es capaz de exorcizar la relación. No consigue estabilidad en su vida y vive atormentado por un secreto, que sólo confesó a medias a su profesor de filosofía. La obsesión es tal que retoma el contacto y decide enviar a la prisión durante una larga temporada cintas de casete con grabaciones a viva voz de los libros que le leía aquel inolvidable verano. Hanna las recibe como un tesoro y, con mucho tesón, aprende a escribir de forma autodidacta. Le pide más libros y una visita.
El tiempo pasa. 20 años después Hanna obtiene la libertad y Michael, único contacto con el mundo exterior, es requerido como apoyo para su reincorporación a la sociedad. Aquí está una de las escenas más fuertes de la película. El adolescente, que ahora es un hombre maduro se encuentra en el comedor de la prisión con la treintañera, que ahora es una abuela. Michael busca una lágrima, una confesión de arrepentimiento, una petición de perdón, instigada por años de reclusión y la reflexión por el dolor causado. No la encuentra. “Los muertos, muertos están. Eso no se puede cambiar”. Hanna sigue igual. Aprender a leer no la ha redimido, por muy buena literatura que hubiese tenido entre sus manos. Esta última desilusión es el empujón definitivo para que Michael pueda librarse del fantasma que le perseguía desde los 16 años. Lo enterrará de forma definitiva cuando confiese a su hija el secreto que guardó tanto tiempo. El suicidio de Hanna parece más una reafirmación en sus convicciones que un arrepentimiento.
La película nos muestra que el horror y la maldad humana no tiene que ser necesariamente protagonizados por personas de tosca apariencia o mirada asesina. Que el lobo que todos llevamos dentro, domesticado por siglos de leyes religiosas, morales y legales, puede salir en cualquier momento. El caso de millones de pacíficos y cultos alemanes, seducidos por Hitler, es un claro ejemplo. Muchos participaron convencidos en infinidad de barbaridades que nos ruborizarían. Muchas de esas personas vivieron, amaron y murieron después de la Guerra, sin un atisbo de arrepentimiento por lo sucedido. Sin que sus familias supiesen absolutamente nada, en algunos casos. Así es la condición humana.
(Fin de la primera parte. Corran a verla).
Todo se aclara años después, cuando Michael es un estudiante de Derecho en la facultad y asiste a un juicio contra unas guardianes nazis. Ante sus todavía jóvenes ojos se encuentra de cara con la durísima realidad. Su idolatrada y misteriosa Hanna es una de las acusadas por crímenes de guerra. El dolor es mayor conforme Michael asiste a su desarrollo. Hanna está acusada de seleccionar en su campo a las sentenciadas a una muerte segura en Auschwitz. También está acusada de la muerte de cientos de madres y niños judíos, encerrados en una Iglesia incendiada por un bombardeo. Algunos supervivientes relatan el gusto de la guardiana Hanna por compartir las últimas horas con las enviadas al cadalso, tratándolas con cariño de madre, escuchando su lecturas y practicando no se sabe qué cosas. Un monstruo. Las respuestas de ella son escalofriantes, ya que, a instancias del juez, no se excusa en el miedo al castigo para justificar la decisión de mantener cerradas las puertas de la Iglesia. Se limitaba a cumplir las órdenes y a hacerlas bien, sin plantearse o confesar remordimiento. Tan sincera como cruel.
Aquí reside la terrible paradoja de la película. Más de ocho millones de alemanes se afiliaron al partido Nazi durante su apogeo. Hitler fue elegido por democracia. Muchos colaboraron sin dudarlo en los campos de concentración o en la denuncia de elementos disidentes, fieles al Fürher. Al término de la guerra, la situación para los judíos no mejoró en Alemania y, no cabe duda, muchos de quienes participaron en las atrocidades del régimen se reincorporaron a la vida cotidiana sin que nadie supiese su pasado, sin hacer al menos una reflexión sobre su comportamiento. Hanna era una de ellas. Una taquillera de tranvía cuyo poder años atrás decidía la vida o muerte de decenas de almas desgraciadas.
El dilema moral es terrible para Michael. Un compañero lo dice claramente en la clase: “Si me dan una pistola mataría sin dudarlo a esa asesina”. ¿Qué pasa por su cabeza? Sentimientos de frustración, de sentirse una víctima más, de asombro. Se había acostado, había acariciado y escrito poemas a una fría máquina exterminadora; a quien él tenía en un pedestal. Para más inri, es conocedor de un detalle trascendental en la sentencia de su antigua amante. Hanna es analfabeta, por lo tanto no pudo redactar el informe a las SS sobre lo sucedido la noche del incendio de la Iglesia. La diferencia puede ser de cuatro años a una cadena perpetua. ¿Debe interceder por una asesina confesa, en honor a la verdad, o dejar que reciba un más que justo destino?
Michael lo piensa hasta el último momento, pero opta por lo segundo. Hanna es condenada a pasarse el resto de su vida en la cárcel. Pero él no es capaz de exorcizar la relación. No consigue estabilidad en su vida y vive atormentado por un secreto, que sólo confesó a medias a su profesor de filosofía. La obsesión es tal que retoma el contacto y decide enviar a la prisión durante una larga temporada cintas de casete con grabaciones a viva voz de los libros que le leía aquel inolvidable verano. Hanna las recibe como un tesoro y, con mucho tesón, aprende a escribir de forma autodidacta. Le pide más libros y una visita.
El tiempo pasa. 20 años después Hanna obtiene la libertad y Michael, único contacto con el mundo exterior, es requerido como apoyo para su reincorporación a la sociedad. Aquí está una de las escenas más fuertes de la película. El adolescente, que ahora es un hombre maduro se encuentra en el comedor de la prisión con la treintañera, que ahora es una abuela. Michael busca una lágrima, una confesión de arrepentimiento, una petición de perdón, instigada por años de reclusión y la reflexión por el dolor causado. No la encuentra. “Los muertos, muertos están. Eso no se puede cambiar”. Hanna sigue igual. Aprender a leer no la ha redimido, por muy buena literatura que hubiese tenido entre sus manos. Esta última desilusión es el empujón definitivo para que Michael pueda librarse del fantasma que le perseguía desde los 16 años. Lo enterrará de forma definitiva cuando confiese a su hija el secreto que guardó tanto tiempo. El suicidio de Hanna parece más una reafirmación en sus convicciones que un arrepentimiento.
La película nos muestra que el horror y la maldad humana no tiene que ser necesariamente protagonizados por personas de tosca apariencia o mirada asesina. Que el lobo que todos llevamos dentro, domesticado por siglos de leyes religiosas, morales y legales, puede salir en cualquier momento. El caso de millones de pacíficos y cultos alemanes, seducidos por Hitler, es un claro ejemplo. Muchos participaron convencidos en infinidad de barbaridades que nos ruborizarían. Muchas de esas personas vivieron, amaron y murieron después de la Guerra, sin un atisbo de arrepentimiento por lo sucedido. Sin que sus familias supiesen absolutamente nada, en algunos casos. Así es la condición humana.