Cuando el presidente del Comité
Olímpico Brasileño dice en su discurso de apertura que el país está preparado
para afrontar “la crisis que viene” –no recuerdo nada parecido en unos
Juegos-pueden comenzar a temblar sus ciudadanos. Porque la multimillonaria
inversión en la organización de semejante empresa supondrá, como en otros
países, una fuerte recesión económica cuando se apague la llama. En el peculiar
caso sudamericano, comenzó años antes del encendido.
Si este despilfarro de las arcas
públicas se emplease por completo en la organización de los mejores Juegos de
la historia, como escaparate de país y en beneficio de sus habitantes, quizá
podría justificarse. Pero todo indica que gran parte del dinero se perdió por
el camino y que los planes de obra se incumplieron, por corrupción o por
relajación. Las quejas de turistas y deportistas son contínuas con respecto a
la organización, infraestructuras, horarios, transportes y seriedad. Los
periodistas más veteranos encuentran un contraste radical entre Pekín 2008 y
Río 2016, parejo al carácter de ambas latitudes. En China, acostumbrados a un
estilo marcial y gregario, todo estaba controlado al milímetro, con pavor a la
improvisación. En Brasil es el estilo predominante, eso sí, con una cálida
sonrisa del voluntario de turno.
La piscina olímpica es un ejemplo
de chapuza sin igual. Diseñada originalmente por un arquitecto español, la
falta del presupuesto prometido supuso que las autoridades locales tomasen el
mando, incorporando cuatro estupendos pilares que impiden la visión desde las
esquinas. Increíble, pero cierto.
Nos queda el alcalde de Río
para alegrarnos la vida. ¿Qué los australianos se quejan de la villa? Pues les
ponemos canguros. ¿Españoles? Toros ¿Keniatas? Leones ¿Rusos? Osos. Para qué
llorar, si la vida es un carnaval.
Publicado en La Región (11-08-2016)
Publicado en La Región (11-08-2016)