Cuando
los medios de comunicación y los aficionados comenzaban a impacientarse por la
ausencia de triunfos, llegaron las medallas de Mireia Belmonte y Maialen
Chourraut. ¡De Oro! Porque ahora ya no nos conformamos con una simple de bronce
o plata, los diplomas olímpicos son cartulinas sin valor, el creciente interés
por un compatriota en cuartos de final desaparece en cuanto cae derrotado.
Algunos ‘expertos’ en Juegos cada cuatro años toman la excelencia por
costumbre. Piensan que alcanzar el podio es un deber y un objetivo
relativamente sencillo. Confunden una extraordinaria generación de deportistas
nacionales con una factoría de churros al nivel de chinos y estadounidenses.
Relájense y disfruten, porque las medallas costarán todavía más cuando Nadal,
Gasol, Mireira o Beitia se retiren. Valoremos a cada olímpico según sus
posibilidades. En muchos casos ganar no es un objetivo real, sino rendir al
máximo posible y superar su marca anterior.
Mireia
y Maialen confirman el gran avance del deporte femenino español, tan destacado
en Londres 2012. Mujeres sin cuotas, trabajadoras infatigables, competidoras
extremas y, en el caso de la piragüista, capaz de compaginar maternidad con
deporte en la elite. Los Juegos siempre nos aportan más casos encomiables, como
el de la atómica estadounidense, Simone Biles. Hace años sería impensable ver a
una gimnasta negra, más difícil en el caso de esta humilde y extraordinaria
atleta, nacida en un matrimonio de toxicómanos y criada por sus abuelos. No se
queda atrás la judoka brasileña Rafaela Silva. En Londres fue descalificada por
una técnica ilegal e insultada en las redes sociales. “Dijeron que era una mona
y mi sitio estaba en una jaula. Esta mona hoy es campeona olímpica”, declaró al
terminar. Nacida en la famosa favela ‘Ciudad de Dios’, eligió el judo en lugar
de perderse en las calles. “Sólo Dios sabe cuánto sufrí y qué hice para llegar
hasta aquí”, reza un tatuaje en su bíceps derecho. Ésa es la actitud. Luchar
contra lo imposible.