Usain
Bolt es tan grande, el mayor velocista conocido hasta la fecha, que una marca
de 9,81 segundos en una final de los 100 metros lisos -100 metros planos, como
dicen allende los mares- nos sabe a poco. Aterrizó en Río bailando samba junto
a las garotas, pero con ciertas dudas sobre su estado físico y la enorme calidad
de sus rivales. En apenas tres series confirmó su supremacía en la
especialidad, un escalón por encima de los demás, no precisamente cojos: el
impenetrable Gatlin, la bestia Blake, los jóvenes y prometedores De Grasse y
Bromell… todos capaces de correr la distancia en menos de 10 segundos.
Lo
hizo, una vez más, dejando la sospecha en el ambiente de dejarse llevar en los
metros finales. De emplearse lo justo y necesario, disfrutando más de las
celebraciones, vuelta de honor y payasadas varias que de la carrera en sí. Esa
sensación de no querer, o no necesitar, llamar a las puertas del cielo, buscar
el límite, la excelencia. De ser el primero en llegar a terra incógnita y
contárselo al resto. O quizá esta reflexión sea absurda. Bolt corrió al máximo
de sus fuerzas y no pudo hacer más. ¡Qué importa! Es leyenda, una figura
universal del deporte y el favorito del público brasileño, inclemente con un
Justin Gatlin serio, austero, una montaña de músculos intimidante, la antítesis
del alegre y estiloso jamaicano. El estadio olímpico recuerda y a veces no
perdona a Gatlin los años suspendidos por dopaje, sin saber que la isla caribeña
tiene tantos sancionados o más que
Estados Unidos, aunque no haga tanto ruido como Rusia.
Otra enorme satisfacción es el debut olímpico
del español Bruno Hortelano, la refrescante esperanza europea y blanca en un
terreno dominado por negros y mulatos, que algunos denominan ahora
‘afroamericanos’ sin saber porqué y se quedan tan anchos. Nadie llama a Messi o
a Del Potro ‘euroamericanos’ y lo son. La estupidez también alcanza cotas
olímpicas.
Publicado en La Región (17-08-2016)