El Cáncer se lleva a otro habitante del Planeta Basket. Al legendario entrenador, Chuck Daly. Legendario, gracias a la última y más fructífera parte de su trayectoria, cuando rondaba ya los sesenta años. Cuando ganó dos títulos de la NBA seguidos –1989 y 1990- y un subcampeonato –1988- con Detroit y fue elegido técnico del originario Equipo de Ensueño estadounidense, en 1992. Fue algo más que un entrenador oportunista o afortunado, y así lo escribiremos.
En la elite del baloncesto, salvo raras excepciones, todos los entrenadores dominan los fundamentos y tácticas de este deporte. Todos conocen el mercado donde se mueven y la naturaleza de las competiciones. La diferencia entre los buenos y los mejores quizá se encuentre en la manera de dirigir a un grupo de jugadores, en desarrollar al máximo sus cualidades y en adelantarse a su tiempo, desarrollando el estilo de juego del mañana.
En Detroit, Daly convirtió una banda de pendencieros –bautizada como los Bad Boys- en un equipo con mayúsculas. Recuerden aquel equipo y tiemblen: Rick Mahorn, llegado del fútbol americano, famoso ya en sus tiempos de Washington por su estilo mamporrero e internacionalmente conocido por atizar primero a Jordan y lanzar después al técnico de Chicago, Doug Collins, hacia la mesa de anotadores. Bill Laimbeer, el tipo más odiado en la NBA durante la década de los ochenta y buena parte de los noventa, millonario y reticente a los entrenamientos, si bien cuando los cumplía no era extraño terminarlos a golpes. Isaiah Thomas, un genial base con tanto talento como mala sangre, quien hoy va dando tumbos en los despachos, de equipo en equipo y de liga en liga. Dennis Rodman (no coment, merece un artículo aparte). Mark Aguirre, otra insoportable estrella de la que Dallas, su antiguo club, se desprendió, prefiriendo lo bueno por conocer que lo malo conocido (no fue bien recibido a su llegada por sustituir al bueno de Adrian Dantley, íntimo de Laimbeer). John Salley, un pujante showman, más preocupado de su carrera artística que del baloncesto. La banda del tío Federico.
Sumen a este grupo a James Edwards, el bigotudo pívot rebotado de Phoenix, y a los dos jugadores de más crédito personal en la plantilla: Vinnie Jonson y Joe Dumars. Humildes, trabajadores, anotadores en la sombra y lo más deportivo en un equipo imposible para cualquier técnico. Daly los aunó a todos. Diseñó un estilo atípico hasta la fecha. Un rival donde el peligro anotador llegaba desde fuera, gracias a tres tiradores mortíferos; respaldados por un núcleo interior de granito. Sin talento pero con oficio. Preparado para la guerra. El único capaz de parar al orgulloso pero viejo Boston, a los educados Cavaliers de Cleveland, al pujante Chicago de Michael Jordan, quien llegaba a destrozar las sillas del vestuario, impotente ante el nivel físico y mental de sus rivales (seguro que disfrutó más del 4-0 humillante logrado contra los Pistons en la final de conferencia de 1991, que del Título ante los Lakers de Magic).
Daly, quien pensaba que el baloncesto era un juego sencillo que él y sus colegas se empeñaban en complicar, supo controlar el choque de egos y la variedad de personalidades, en mayoría autodestructivas y cancerígenas, con palo y zanahoria. Con disciplina y con mano izquierda, tutelando a jugadores a quienes doblaba en edad. En el apartado táctico abrió la moda de la defensa como arma para la victoria. Ojo, defensa marcando 120 puntos en la canasta rival, algo que se parece olvidar en estos tiempos. Revalorizó la importancia del banquillo, siendo el sexto, séptimo y octavo jugadores tan importante como los titulares. Los memorables enfrentamientos en la Conferencia Este contra los Bulls serán recordados por las famosas y no escritas “Reglas de Jordan”. Las indicaciones para detener, o al menos minimizar, a ese fenómeno capaz de promediar 40 puntos en cualquier serie de play off.
En la elite del baloncesto, salvo raras excepciones, todos los entrenadores dominan los fundamentos y tácticas de este deporte. Todos conocen el mercado donde se mueven y la naturaleza de las competiciones. La diferencia entre los buenos y los mejores quizá se encuentre en la manera de dirigir a un grupo de jugadores, en desarrollar al máximo sus cualidades y en adelantarse a su tiempo, desarrollando el estilo de juego del mañana.
En Detroit, Daly convirtió una banda de pendencieros –bautizada como los Bad Boys- en un equipo con mayúsculas. Recuerden aquel equipo y tiemblen: Rick Mahorn, llegado del fútbol americano, famoso ya en sus tiempos de Washington por su estilo mamporrero e internacionalmente conocido por atizar primero a Jordan y lanzar después al técnico de Chicago, Doug Collins, hacia la mesa de anotadores. Bill Laimbeer, el tipo más odiado en la NBA durante la década de los ochenta y buena parte de los noventa, millonario y reticente a los entrenamientos, si bien cuando los cumplía no era extraño terminarlos a golpes. Isaiah Thomas, un genial base con tanto talento como mala sangre, quien hoy va dando tumbos en los despachos, de equipo en equipo y de liga en liga. Dennis Rodman (no coment, merece un artículo aparte). Mark Aguirre, otra insoportable estrella de la que Dallas, su antiguo club, se desprendió, prefiriendo lo bueno por conocer que lo malo conocido (no fue bien recibido a su llegada por sustituir al bueno de Adrian Dantley, íntimo de Laimbeer). John Salley, un pujante showman, más preocupado de su carrera artística que del baloncesto. La banda del tío Federico.
Sumen a este grupo a James Edwards, el bigotudo pívot rebotado de Phoenix, y a los dos jugadores de más crédito personal en la plantilla: Vinnie Jonson y Joe Dumars. Humildes, trabajadores, anotadores en la sombra y lo más deportivo en un equipo imposible para cualquier técnico. Daly los aunó a todos. Diseñó un estilo atípico hasta la fecha. Un rival donde el peligro anotador llegaba desde fuera, gracias a tres tiradores mortíferos; respaldados por un núcleo interior de granito. Sin talento pero con oficio. Preparado para la guerra. El único capaz de parar al orgulloso pero viejo Boston, a los educados Cavaliers de Cleveland, al pujante Chicago de Michael Jordan, quien llegaba a destrozar las sillas del vestuario, impotente ante el nivel físico y mental de sus rivales (seguro que disfrutó más del 4-0 humillante logrado contra los Pistons en la final de conferencia de 1991, que del Título ante los Lakers de Magic).
Daly, quien pensaba que el baloncesto era un juego sencillo que él y sus colegas se empeñaban en complicar, supo controlar el choque de egos y la variedad de personalidades, en mayoría autodestructivas y cancerígenas, con palo y zanahoria. Con disciplina y con mano izquierda, tutelando a jugadores a quienes doblaba en edad. En el apartado táctico abrió la moda de la defensa como arma para la victoria. Ojo, defensa marcando 120 puntos en la canasta rival, algo que se parece olvidar en estos tiempos. Revalorizó la importancia del banquillo, siendo el sexto, séptimo y octavo jugadores tan importante como los titulares. Los memorables enfrentamientos en la Conferencia Este contra los Bulls serán recordados por las famosas y no escritas “Reglas de Jordan”. Las indicaciones para detener, o al menos minimizar, a ese fenómeno capaz de promediar 40 puntos en cualquier serie de play off.
Daly fue el mago en la sombra, inicialmente minusvalorado –según mi joven impresión durante aquellos años- poco a poco reconocido, en parte gracias a sus simpáticas declaraciones, en parte al testimonio de sus ex jugadores. “Para mí, Chuck Daly es Dios”, Rodman dixit. También gracias a los Títulos, los cuales parecen juzgar al buen y mal entrenador.
Recordaremos a Daly por ser el director de uno de los mejores equipos de la Historia de este deporte. Aquel Dream Team de Barcelona 92 en el que se coló Christian Laettner “para llevarnos las maletas” (Charles Barkley dixit). El reto de este vestuario era el mayor al que podría enfrentarse cualquier entrenador. 11 de los mejores jugadores del Mundo, cada uno con un ego imposible de satisfacer, con la presión de agentes, familiares, clubes, NBA y marcas comerciales. (No olviden que Jordan, Barkley, Robinson o Ewing vestían Nike; Bird y Magic, Converse, y la selección nacional, Reebok). Un conflicto de intereses que pueden conocer de forma más extensa en el artículo de nuestro Tótem Ramón Trecet, en este enlace.
Una vez más, Daly supo maniobrar y crear el ambiente propicio para fusionar tanto talento y convertirlo en una máquina de hacer baloncesto y en embajada ambulante de la NBA y los Estados Unidos. Supo estar en un segundo plano -bueno, tampoco era complicando entre Jordan, Magic, Bird o Barkley- imponiendo unos criterios que todos respetaron.
Poco se ha escrito sobre sus últimas experiencias en la NBA. En New Jersey (1992-94) forjó un prometedor equipo, con Kenny Anderson, el incorregible Derrick Coleman, Chris Morris y, ah, el gran Drazen Petrovic. A todos los llevó un día al Boston Garden, tres horas antes del comienzo de un partido, para que viesen al viejo pájaro Larry Bird correr en silencio entre las gradas. La magia y la química parecían fundirse de nuevo, pero la muerte de Petrovic en 1993 frustró todos sus planes. Esta desgracia, y que no se puede hacer milagros de ciertos descerebrados. Dimitó al término de la siguiente temporada.
En Orlando (1997-99) tampoco tuvo tiempo de construir otro equipo campeón. Llegó un año después de la marcha de O´Neal a Los Ángeles. En unos meses mezcló juventud y veteranía, recuperó para el baloncesto a Penny Hardaway, asentó a nuestro viejo conocido Darrell Armstrong y logró un 66% de victorias en la temporada del parón por la huelga. El equipo perdió en la primera ronda del play off. La directiva no confió en el viejo y optó por el joven Doc Rivers.
Orlando y New Jersey fueron dos proyectos frustrados. Sus últimas oportunidades. La televisión aprovechó la suya y lo contrató como comentarista de partidos. Hasta que el cáncer comenzó a comportarse como el peor Bad Boy. Se llevó su cuerpo, pero nos quedó su legado humano y deportivo. Un entrenador como los de antes, adaptado a los nuevos tiempos. Chuck Daly.