Roger Federer (Basilea, 1981) es la elegancia raqueta en mano. El suizo, además de ser un extraordinario deportista y competidor -número Uno desde 2004, 12 títulos de Grand Slam y cercano ya a las 600 victorias en su carrera- es un ejemplo de comportamiento en la cancha. No recuerdo ningún gesto fuera de tono o alguna declaración descortés, y si ésta existiese sería la excepción que confirma la regla.
Federer nos engaña en cada partido. Por su estilo convierte al tenis en un deporte sencillo. Por sus expresiones comedidas parece que ganar a monstruos como mi muy apreciado Rafa Nadal o al pujante Novak Djokovic es algo cotidiano. Por su sutileza, economía, calidad y limpieza de movimientos da la sensación de que no se esfuerza más de lo necesario, que termina los partidos sin sudar. Él se sitúa en el fondo del campo y que corran los demás. Manda su derecha. No siente ni padece. No grita ni sonríe. No llora la derrota ni exalta la victoria.
Hijo de un chileno y de una sudafricana, Roger mantiene una relación con una ex tenista, Miroslava Vavrinec, su actual representante, con la misma discreción con la que entra y sale de la cancha. Un genial tenista del que podemos disfrutar en tiempo presente, aunque a veces sea a costa de derrotar a mi querido Nadal. ¡Qué maravilloso contraste en sus duelos! La elegancia y serenidad de la madurez contra la fuerza y la rebeldía de la juventud.