La película 300, dirigida por Zack Snyder, ha sido uno de las sorpresas de la temporada, con éxito de público –aproximadamente 16 millones de euros de recaudación- y gran repercusión en los medios de comunicación por su estilo y argumento. Por desgracia, 300 se inspira muy fielmente en el cómic dibujado por Frank Miller y no en la Historia (o en las fuentes que hoy disponemos de un hecho de hace nada menos que 2.500 años). Una pena, porque la “realidad” (o lo que creemos saber de ella según Heródoto) es mucho más bella, más fuerte, más conmovedora que el pastiche final de Snyder. El consuelo es que, gracias a esta película, se ha despertado cierta curiosidad entre la gente por determinados pasajes de la Historia. Por todo ello, enhorabuena, señor Snyder.
El contexto histórico
Nos encontramos en la Antigua Grecia, en el año 480 antes de Cristo. Un futuro país aquí dividido en ciudades-Estado, generalmente enfrentadas desde su origen. En el sur, en la llamada península de Peloponeso, se erige Esparta o Lacedemonia, una sociedad tan militar como compleja. Apenas el 10% de la población espartana son los antiguos conquistadores Dorios, guerreros y dedicados al gobierno. Por debajo se encuentran los Periecos, comerciantes libres sin poder político. En un tercer estamento y con abrumadora mayoría hallamos a los Ilotas, esclavos cuya mayor aspiración consiste en convertirse en Periecos, mediante la autorización de sus amos.
En Esparta existía una Diarquía, el gobierno de dos Reyes, por lo general jefes militares. Si esto resulta curioso no lo es menos que el poder real residiese en un Consejo de 30 hombres (28 más los dos monarcas) cuya edad debía superar los 60 años. Además, cinco jueces o Éforos –retratados en la película como viejos deformes amantes del dinero y las vírgenes- actuaban como contrapeso de los dos Reyes.
Siempre hemos escuchado o leído sobre la vida espartana. Lo cierto es que la clase militar temía una rebelión esclava, así que se mantenía en constante atención. Siempre preparada. Como bien se aprecia en la película, los recién nacidos deformes o débiles eran despeñados o abandonados a las fieras. En cuanto podían sustentarse en pie (¡y no recién bautizados como se dice en el film! ¡Qué aún faltan 500 años para el nacimiento del cristianismo y sus ritos!) recibían instrucción. A los siete años eran apartados de sus padres para comenzar la Agogé, un servicio militar donde se les enseñaba con sangre y saña. Los niños aprendían a pasar hambre, frío, soledad, dolor… Se les diseñaba como perfectos soldados, anulando su iniciativa individual –salvo para la supervivencia en combate- potenciando el servicio a Esparta.
Durante la guerra no existía la indisciplina, no existía la rendición, no existía la piedad. “Vuelve con tu escudo o sobre tu escudo”, decían las mujeres a sus hijos y maridos antes de la guerra. La pesada arma defensiva sólo permitía dos opciones en combate. Lanzarla y huir, o enfrentarse al enemigo. Cuando uno fallecía en la batalla era devuelto a la familia con todos los honores. Regresar en pie y desarmado era una deshonra intolerable. Peor que la muerte. La vida era comunal, todos comían en la misma mesa y sólo los Reyes recibían doble ración. Vamos, peor que en Cuba o Vietnam.
Los espartanos no se prodigaban en el arte, la música o la literatura, como sus vecinos atenienses. Parcos en palabras (de ellos procede el término lacónico, habitante de la Laconia) la mujer asumía la filosofía de vida del lugar y era valorada como buena simiente de futuros guerreros. Es impensable y ridículo –como se muestra en 300- ver a la de Leónidas hablando ante el consejo de Ancianos cual Hillary Clinton. De risa. Cosas de lo políticamente correcto en el cine progre de hoy.
¿Por qué en las Termópilas?
En el año 480 a.C. se avecina una nueva amenaza de las tierras de Persia, el enemigo de Oriente. El rey Jerjes (algún día el director explicará la razón de caracterizarlo como una drag queen de Pachá) reúne un colosal ejército de quizá 200.000 hombres y se acerca dispuesto a arrasar y conquistar el mundo conocido. Jerjes pretende vengar la humillante derrota de su padre Darío en la mítica batalla de Maratón unos años antes. Llega dispuesto a conquistar esas tierras por las buenas o por las malas y cortar de raíz la influencia helena en las revueltas que sofoca en sus dominios (Leónidas no provoca ninguna guerra, como se nos hace ver en la película, cuando ejecuta a los enviados persas que le instan a la rendición y vejan a su mujer).
Ante tal amenaza los futuros griegos comprenden que su supervivencia está en juego. Reunidos en Corinto y al más puro estilo español (imaginen nuestro Congreso de los Diputados y los diferentes rebaños políticos velando por sus propios intereses) apenas consiguen firmar una Alianza de ciudades Estado, dado que muchas optan por rendirse y otras, como Argos, incluso pactará con el invasor con el propósito de destruir a su enemiga acérrima, Esparta.
Atenas y Esparta podían reunir un buen, experto y disciplinado ejército, pero he aquí que los segundos, tan buenos guerreros como cabezotas, se negaban a luchar por encontrarse en la Carneia, festividad de duración indeterminada durante la cual se honraba a los dioses y se prohibía el combate. No era la primera vez que los espartanos actuaban de tal forma. Ante la negativa oficial, Leónidas como hombre de honor, decide cumplir su palabra y asistir con su guardia personal, los famosos 300.
En total, las fuerzas defensoras sumaban aproximadamente 7.000 soldados (300 espartanos y 600 ilotas, sus sirvientes personales; 1.000 focenses, 700 tespianos y 400 tebanos. Tegea y Mantinea aportaron 500 guerreros cada una, Corinto unos 400, 200 desde Fliunte, Orcómeno movilizó a 120 y Micenas apenas a 80. El resto eran Locros). Enfrentarse a cientos de miles de persas a campo abierto era un suicidio. La decisión más inteligente fue permitir la invasión de Jerjes por el norte y acudir a su encuentro en un terreno propicio. Ese no era otro que el Paso de las Termópilas (puertas calientes) llamadas así por encontrarse en una zona de aguas termales. Este desfiladero era el único corredor de entrada hacia el sur, a apenas 60 kilómetros de Atenas. En algunos de sus tramos, según las crónicas, apenas cabía un carro. La diferencia numérica se vería así equilibrada. Jerjes, a pesar de las advertencias de sus lugartenientes se confió y pensó en una rápida victoria, sin reparar en un campo de batalla tan escarpado.
En la segunda parte, lucharemos bajo la sombra.