"La pena más alta en Brasil son 30 años. Hace 43 que yo pago por un delito que no cometí", protestaba años antes de su muerte. La crueldad del deporte de competición tuvo en el portero brasileño Moacir Barbosa (1921-2000) el más desgarrador ejemplo. Era excelente entre los tres palos, pero un error inocente supuso la derrota de su país en el Mundial de 1950, en el Maracaná. Todo un shock. Si allí el fútbol es una religión, Barbosa se convirtió en Judas. Sólo en su club, el Santos, lo juzgaron después como humano. En 1953 rompió tibia y peroné. En 1963 le regalaron la fatídica portería de su fallo, que rompió en pedazos y quemó. El exorcismo no funcionó. En 1993 no le dejaban visitar los entrenamientos de la selección, porque traía mal fario. Hasta 1996 hizo lo imposible por salvar a su enferma esposa Clotilde, el amor de su vida. Viudo, arruinado y acogido en la pensión de una cuñada, murió cuatro años después, enterrado en soledad. Condenado por un único fallo en su vida.
Publicado en La Región (23-04-2007)