A medio camino entre el Finisterrae y La Mancha se encuentra la pequeña Orenseville. Un lugar tan mágico como desconocido para el forastero, quien siempre pasa de largo y nunca
dispone de tiempo para admirar los encantos descubiertos en su momento por los infatigables
conquistadores romanos.
dispone de tiempo para admirar los encantos descubiertos en su momento por los infatigables
conquistadores romanos.
Los habitantes de Orenseville eran muy humilde y buena gente. Tenían por costumbre
pasear por las calles más señoriales de la ciudad durante la primavera, bañarse en el río
en verano, caminar sobre las hojas secas de los parques en el otoño y refugiarse en un
confortable centro comercial con la llegada del invierno. Así era, año tras año, el ciclo
vital que todo buen ciudadano debía cumplir. En realidad, sólo existían dos estaciones en
Orenseville, verano e invierno, el general Invierno. Ambas se alternaban sin previo aviso.
Todo lo demás eran pequeñas licencias que el clima se permitía con la pequeña ciudad.
Algunos de sus habitantes, los más ingenuos, se engañaban pensando lo contrario, pero todo
el mundo sabía que era así.
En Orenseville, la vida y obra de cada uno de sus habitantes era objeto de debate
del resto. La trayectoria escolar, las amistades, las aventuras y desventuras amorosas o la
entrada en el mercado laboral de manolito –el hijo del carnicero- eran primero resumidas y
archivadas, después recuperadas y ampliadas, cuantas veces fuesen necesarias, por las
mejores cronistas de la época, en su gran mayoría mujeres con mucho tiempo libre y grandes
dosis de nicotina y cafeína circulando por sus venas. Estas historias se relataban durante
las largas tardes del sábado, a un reducido grupo de oyentes, cuya composición solía cambiar cada dos años aproximadamente. A veces, de forma realmente traumática.
El tiempo pasaba muy despacio en la pequeña Orenseville, y no porque la pequeña
ciudad se sintiese aislada, apartada del mundo desarrollado. Era simplemente porque
Orenseville era así. Las cosas se producían de forma tranquila, pausada. El ritmo de vida
nada tenía que ver con el de las estresantes urbes cosmopolitas. La gente se citaba sin una
hora concreta, en un lugar nunca preciso, pactado después de muchas dudas. Lo contrario se
veía como signo de descortesía, incluso de prepotencia. Si usted se atreviese a imponer la
hora y el sitio a un ciudadano de Orenseville tenga por seguro que, una vez le diese la
espalda educadamente, comenzaría a pensar la forma de justificar su ausencia a la cita
convenida. Por imbécil.
Estas peculiaridades y muchas más serán aquí descritas y estudiadas por los más prestigiosos científicos y sociólogos internacionales. Un completísimo equipo que nada tendría que envidiar al de asesores del mismísimo Zapatero. Entre todos intentarán explicar las características únicas de este privilegiado lugar en el mundo.