Ha muerto Bobby Fischer (1943-2008). El gran genio que alcanzó la gloria a nivel mundial, tras derrotar en 1972 al Imperio comunista ante un tablero de ajedrez, terminó sus días sostenido por la beneficiencia, exiliado en Islandia, víctima de un cerebro tan prodigioso como diabólico. Acompañado por la única mujer que supo comprenderle.
Bobby Fischer nació en Chicago, aunque su infancia transcurrió en Nueva York. De padre desconocido, sus biógrafos reducen las posibilidades a dos hombres. El biofísico de origen alemán Hans-Gerhardt Fischer, sospechoso de espionaje a favor de la RDA, o su colega el húngaro Paul Nemanyi, uno de los colaboradores en la elaboración de la bomba atómica. Su madre, Regina, y el propio Bob aseguraban que el verdadero era el primero. El caso es que éste los abandonó a su suerte, y Regina, de origen judío e investigada por sus filiaciones comunistas, tampoco fue una madre ejemplar. No hace falta ser un psiquiatra contrastado para entender que la ausencia paterna marcó a Bobby en su trayectoria vital.
Podría haber sido un alma sin futuro más en Brooklyn, carne de la calle, pero Bobby no salió mucho de casa. Descubrió muy pronto el ajedrez -el primero se lo regaló su hermana- encontrando en este apasionante juego la seguridad que faltaba a su alrededor. Su coeficiente intelectual superaba el de Albert Einstein -algo más de 180- y su férrea voluntad capacitaba a este genio precoz para crecer de forma autodidacta, forjando una personalidad independiente y rencorosa hacia el resto de humanos. A los 15 años ya ostentaba la categoría de Gran Maestro, así que, a los 16 dejó los estudios porque no soportaba a sus profesores, a quienes consideraba como un hatajo de "ineptos".
Su ascenso en el mundo del ajedrez fue fulgurante. A los 13 años venció al Maestro estadounidense Donald Byrne en la llamada "Partida del siglo" (ver foto). El destino le reservaba una página especial en la historia de este deporte en 1972. En plena Guerra Fría, los soviéticos dominaban el panorama mundial y consideraban el arte del tablero casi como propio, como los japoneses el Judo, los ingleses el Fútbol o los estadounidenses el Baloncesto. Fischer había destrozado a dos buenos competidores en Palma de Mallorca, Mark Taimanov y Tigran Petrosian. Aspiraba en ese momento al título mundial contra el gran Boris Spassky. Título que se disputaría en un punto neutral en el globo, en Islandia.
Deporte sí, pero ambas potencias se tomaron el duelo como otra batalla más. Reikiavik se convirtió en otro motivo de enfrentamiento entre los dos bloques. Como Corea, Cuba, Vietnam o Afganistán. Todos los Maestros al otro lado del Telón de Acero se unieron contra el irreverente muchacho americano, la representación de los males capitalistas: individualismo, creatividad y rebeldía. Tal fue la tensión que el propio secretario de Estado Henry Kissinger tuvo que persuadir en persona a Fischer para asegurar su concurso, pues ya entonces comenzaba a dar muestras de sus paranoias y carácter imprevisible. Al otro lado la presión por la victoria fue máxima, como reveló años después el propio Spassky, deseoso desde el primer momento de regresar a casa.
Spassky comenzó ganando las dos primeras partidas, pero Fischer sorprendió en la tercera y se mostró inexpugnable hasta el total de las 21 pactadas. La derrota fue un mazazo para el Kremlin, tan impensable que hasta hicieron analizar la silla donde se sentaba Fischer con todo tipo de aparatos, buscando algún dispositivo secreto que permitía al neoyorkino de adopción dominar la partida (piensa el ladrón que todos son de su condición). La victoria, a los 29 años, encumbró a Fischer a la categoría de héroe nacional, de genio con inigualable porvenir dado su talento y capacidad de trabajo.
El destino es muchas veces esquivo. Bobby Fischer ya era conocido entonces por su insoportable carácter, por sus descabelladas exigencias, por sus continuas críticas a la Federación Internacional y competidores (algunas respetables, otras sin fundamento). Era un antisocial, un hombre solitario y celoso de su intimidad. Un misógino y prepotente. Un soberbio en la victoria y un pésimo deportista en la derrota. Sus desplantes eran imprevisibles: exigir la retirada de las cámaras de televisión en una partida, que todos los semáforos alumbrasen el verde a su paso durante el trayecto del hotel al lugar de competición, marcharse de una partida a su antojo, obligar a los hoteles a cambiar su menú y servirle una langosta en el desayuno... ¡o demandar que subiesen varios centímetros los retretes! Está claro que el talento intelectual o el deportivo no es sinónimo de sentido común.
La Federación Internacional (FIDE) terminó tan harta de sus desplantes y pésima educación que no aceptó una serie de condiciones impuestas de su puño y letra para poner su título en juego contra el soviético y niño mimado del régimen, Anatoly Karpov. En 1975, cansada de lidiar, le despojó de su condición, decisión que encolerizó al estadounidense. Entonces decidió apartarse de la elite. El ajedrez perdió a un genio que, a buen seguro, mantendría unos duelos épicos contra el mismo Karpov y un emergente Kasparov. Fischer perdió la brújula, navegando ya a la deriva.
Apartado del circuito internacional, la leyenda reza que Bobby profundizó en la sombra sobre el conocimiento del juego. Muchos creen que realizaba apariciones esporádicas y anónimas con llamadas en directo a programas especializados, promoviendo movimientos sorprendentes y definitivos ante un público estupefacto. Que con la instauración de Internet participaba en concursos o derrotaba a los Grandes Maestros en sus propias webs. Entre otras actividades, mantuvo un meritorio duelo contra el ordenador MIT, al que venció, y patentó un reloj para la competición.
Llama poderosamente la atención que los grandes medios ignoren en su semblanza un hecho fundamental en la caída libre hacia el infierno de Fischer. En 1981 se encontraba en Pasadena (California) cuando fue detenido por error, confundido con un atracador de bancos. En Estados Unidos la policía no se anda con tonterías, así que es posible que sufriese más de algún golpe durante su estancia en el calabozo hasta su liberación. Quizá el peor fuese la humillación para una persona tan orgullosa como él. Fue la ruptura definitiva entre el genio de Chicago y su país. Fischer declaró la guerra a Estados Unidos.
En 1992, los Balcanes arden como consecuencia de los nacionalismos. Los Estados Unidos ordenan, a través de la OTAN, un bloqueo comercial a Serbia, acusada por genocidio (croatas y bosnios hicieron también lo que pudieron). Un magnate serbio pretende burlar esta medida de la forma más ruidosa posible y organiza, veinte años después, la repetición del duelo Spassky-Fischer. La participación del ruso, como tal aliado natural de los serbios, es comprensible. Fischer dudó hasta que el magnate le ofreció algo más de 3 millones de dólares. Por medio, rechazó hasta seis mesas de ajedrez y exigió 14 camisas de corte exactamente igual a las de aquel año. El campeonato se desarrolló en Belgrado. El estadounidense repitió victoria. Pero esta vez no terminó como héroe, sino como traidor. Su país lo declaró como prófugo y culpable de violar el embargo. Ordenó su busca y captura, bloqueando las cuentas suizas donde había ingresado el dinero del premio.
Poco se conoce de nuestro personaje hasta 2004. Se cree que al menos superó su odio ancestral a las mujeres y tuvo varias relaciones, una de ellas con niño incluído. Deambuleó por varios países, se supone que sentando cátedra de vez en cuando con apariciones anónimas en los medios. En 2005 fue retenido en el Aeropuerto de Tokio, en cumplimiento de las órdenes internacionales. Estaba ya acompañado por Miyoko Watai, su última y fiel compañera. Fischer aparecía envejecido, descuidado, con una poblada barba y aire quijotesco. Sus declaraciones a los medios eran auténticas bombas atómicas: celebraba los atentados del 11-S, enardecía a terroristas como Ben Laden y condenaba a todos los judíos a los hornos, olvidando su propio origen (como muestra, el siguiente vídeo, la transformación de un niño prodigio a un demente). Semejantes barbaridades sólo podían responder a dos razones, o estaba loco o era un malnacido.
Fischer había perdido el control por completo. Aseguraba que le perseguía la CIA como llegó a pensar que el KGB estaba tras él antes de la partida contra Spassky. Encontró asilo político en Islandia, su tierra fetiche. Allí se trasladó inmediatamente, siendo recibido con gran expectación. Sin ingresos, vivió de la beneficiencia hasta sus últimos días, con ropas de vagabundo y mucho desorden a su alrededor. Apenas salía de su apartamento, se negaba a recibir baños por miedo a ser envenenado, rechazaba tratamiento psiquiátrico, acusaba síntomas de demencia o alcoholismo. (Aunque otras informaciones aseguran que sí se relacionaba con la gente, especialmente con los niños, se bañaba desnudo en los géiseres o dormía en los negocios de sus vecinos). El 17 de enero de 2008 expiraba, víctima para unos de una insuficiencia renal y para otros de un posible cáncer óseo.
En mi opinión, víctima de un prodigioso cerebro, preparado para inventar cualquier estrategia ante un tablero pero inmaduro y débil ante la vida. La inteligencia no reside en un coeficiente de 180, sino en la adaptación a un mundo siempre difícil. Pensar que los genios son también sabios es un error. La naturaleza (o Dios para los creyentes) parecen dotarles de un don inalcanzable para el resto, compensado con su incapacidad para aprovechar al máximo sus cualidades, eligiendo siempre el peor camino en sus trayectorias. Quizá por eso son geniales. Hacen cosas que nosotros nunca podríamos soñar en su ámbito pero tropiezan en los fallos más elementales, en los que el resto de humanos nunca yerraríamos.
Bobby Fischer fue otra bala perdida en nuestro cargador. Material de máxima calidad desechado por la falta de puntería. Ojalá encuentre ahora la paz que le faltó en la Tierra.
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