Orenseville era una ciudad donde la magia se repartía entre sus muchas y diversas calles. Sin duda, la avenida más señorial y de mayor lustre no era otra que la Pasarela Paseo, en pleno down town de la cosmopolita capital. Testigo pétreo de innumerables conversaciones, discusiones, regresos frustrados y bucólicos paseos bajo la protección de un paraguas.
La Pasarela Paseo era el lugar de encuentro entre todos los habitantes de Orenseville. En ella figuraban algunas de las tiendas de ropa y perfumerías más prestigiosas, confirmando la misteriosa paradoja de superar casi en número a los propios habitantes de la ciudad. (Reputados científicos investigaban la milagrosa supervivencia de tantos negocios, porque los humildes habitantes de Orenseville tenían por costumbre entrar en estos recintos para mirar, pasar la tarde y regatear todos los euros posibles durante las apasionantes rebajas). Así era.
Atravesar la Pasarela Paseo de uno a otro extremo, algo habitual dada la condición de arteria principal de la urbe, suponía aceptar un ritual muy arraigado en el subconsciente del ciudadano. Sólo los más osados, los locos o las multitudinarias pandillas de adolescentes imberbes, rebosantes de testosteronas y feromonas, se atrevían a caminar por el medio de la rúe. La gente de sentido común lo hacía por uno u otro lado. El lado derecho para ir, el lado izquierdo para volver. Así era desde tiempos inmemoriales.
En cuanto uno posaba sus pies en la Pasarela Paseo, debía de prestar la máxima atención a todo cuanto le rodeaba. Era absolutamente imperdonable ignorar, por despiste o en plenas facultades mentales, a un conocido. El saludo era lo mínimo, cuando no la parada para mantener una de esas conversaciones de besugos que causaban pasión entre los lugareños. "¿Qué tal, como estás?". "Muy bien, ¿y tú?". "Muy bien, ¿y qué haces?". "Pues nada, por aquí ¿y tú?". "Pues vamos tirando. Voy a trabajar y eso". "Bueno, pues no trabajes mucho". "Venga, un saludo para toda la familia". "Venga, malegro de verte". "Adiós". "Chao". Así era. Los habitantes de Orenseville podían conversar durante minutos y minutos sin decir absolutamente nada. Lo contrario se entendía como una falta de educación o un exceso de soberbia por parte de la parte contratante.
Especialmente llamativa era la parada obligada ante doña Eufrasita y sus primas, las solteronas Luz Divina y Anunciación. Entre las tres realizaban un tercer grado al infeliz incapaz de cambiar de acera en el momento oportuno, o de acelerar el paso girando el pescuezo unos noventa grados latitud norte para eludir con elegancia tamaño compromiso. Muchos sentía el irrefrenable impulso de estrangular a las tres venerables ancianitas, para quienes el tiempo nunca pasaba lo suficientemente rápido.
Pero, al margen de las costumbres mundanas, la denominación de Pasarela Paseo respondía al numeroso afán de muchas bellas señoritas, nacidas entre la más alta alcurnia de la señorial ciudad y educadas en colegios de pago, de desfilar por la tranquila avenida con las últimas tendencias de moda y complementos, siempre con las bolsas de las más prestigiosas tiendas de ropa en la mano. El paseíllo se realizaba con cierto aire de indiferencia, vano intento de disimular su satisfacción al despertar la atención entre los apuestos galanes provincianos y la envidia de sus congéneres y, por tanto, enemigas naturales. Ellas hacían un crítico análisis visual desde la cabeza a los pies, mientras ellos se quedaban con el tramo comprendido entre las caderas y las escápulas, requiriendo una segunda prueba varios pasos después del encuentro.
En la Pasarela Paseo era habitual encontrarse a multitud de vendedores ambulantes, procedentes de extraños países andinos o la salvaje sabana africana. A los habitantes de Orenseville les parecía muy entrañable ver como esa buena gente se ganaba la vida vendiendo ropa, así como música y películas grabadas con paciencia oriental en oscuros y secretos sótanos. Algunos incluso los protegían cuando la Guardia de Corps municipal irrumpía en la avenida con tácticas al más puro estilo de la "Guerra Relámpago" germana, actuando como mediadores en tal conflicto internacional. Otra cosa sería si al señor Eufrasio (diplomático vocacional y hábil negociador entre las fuerzas del orden y los desheredados) farmacéutico de profesión y propietario de un próspero negocio, una humilde familia rumana instalase a pie de su puerta un coqueto puestecillo con aspirinas y medicamentos diversos a precios de saldo. Entonces no sería descartable que el señor Eufrasio reclamase la intervención inmediata de la Benemérita, además de la ejecución sumaria de tales vagos y maleantes para escarmiento de los de su condición. Así era en Orenseville.
En el cálido y plácido verano, la Pasarela Paseo se poblaba de terrazas vespertinas, donde los más venerables ancianos del lugar solían posar sus castigados huesos para conversar sobre los temas más trascendentales. Curiosamente, no eran las terrazas más prestigiosas de Orenseville, privilegio cedido ante la pujante zona peatonal de Cardenal Quevedo, pero permitía a las capas más pobres disfrutar de lo que antes había sido un lujo reservado a la jet set. Y, además, asistir en un puesto de primera fila a los mejores desfiles de la colección veraniega de Pasarela Paseo. Todo un privilegio.